Richard Ford en sus dominios
reflexiones y nostalgias a partir del articulo de portada de la última revista de libros de EL M. Primero,
un agrado ver a Richard Ford ahi, en la tapa. Dos, culpa por no haber leido todos los cuentos de A multitude of sins. El otro,
conversando con amigos cinéfilos, me preguntaron si Hollywood llamara a tu puerta, y yo tuviera la mala idea de aceptar la tentación del demonio, qué libro adaptaría: creo que adaptaría o juntaría un par de cuentos de Rock Springs de Richard Ford. También me encantaría hacer Incendios de Ford. Y, aunque no tiene nada q ver con Ford, creo que podría sacarle partido a The Tennis Partner de Abraham Verghese. Pero eso es otro tema.
Cito parte de la buena entrevista que Paula Varsavsky le hizo a Ford. Reconozco que no tengo idea si Varsavsky es chilena o no. No estoy tan al dia, deduzco, del mundo periodisitico-literario local. En todo caso, es un golpe agarrar a Ford en sus dominios.
A pesar de sentirme bastante al día, la nota de la Revista del Dgo me "golpeó" porque no sabía que venia una nueva novela de Ford y menos que se trataría de la tercera parte de la saga de Bascombe: "El periodista deportivo" (1986) y "El Día de la Independencia" (1995). La novela se llamará "The Lay of the Land" que saldrá en octubre de este año.
momentos de la entrevista:
Consultado acerca de la fuente de inspiración para componer la relación con los hijos, dado que Ford no es padre, afirma: "Como dijo Graham Greene, el trabajo de un escritor es entrar en la piel de alguien que no es. A pesar de que no tengo hijos, compuse el personaje de Frank Bascombe que los tiene. Fui hijo y la mayoría de mis amigos son padres. En cierta manera, es lo que hace un actor. No es tan difícil. No estoy creando un ser humano real, ni un padre verdadero. Se trata de palabras en una página que representan algo. Diría que esa información y esa sensibilidad nos pertenecen a todos. Quizá, para ser escritor uno tenga que estar más disponible para recibirla. Por mi parte, soy básicamente intuitivo".
Ford se ha mudado con frecuencia. Pasó un tiempo en México y residió varios años en París. Le interesan las casas, como a su personaje Frank Bascombe. "Me agradan las casas por varias razones; por un lado, soy una persona que no tiene un Dios. Creo que, aparte de la muerte, los problemas que tenemos son los que nos suceden en la Tierra. Me interesa la forma en que la gente encuentra refugios, en que se acomoda durante el pasaje por la vida. Disfruto del aspecto de las casas, la estética. Mi padre, cuando era chico, se crió en Arkansas. Compró una casa hacia fines de la década del cuarenta, donde vivimos hasta mediados de los cincuenta. Siempre quería una mejor. Los domingos a la tarde recorríamos barrios buscando casas. Asocio eso con algo bueno. De todas formas, tampoco tengo tanto sentido de permanencia, ni siquiera en un lugar como éste, del cual estoy bastante orgulloso. El hecho de ser propietario no me interesa demasiado".
"Me satisface la lectura de mis contemporáneos y que esos libros me lleguen. Algunos de mis favoritos son William Trevor, Philip Roth, el Saul Bellow de los años sesenta, Anne Beattie, Robert Stone, Jonathan Franzen y los cuentos de E. Annie Proulx. Mi interés como escritor, además de mi producción, es ayudar a generar más lectores. Los estamos perdiendo por la televisión, internet o la realidad financiera de las editoriales. Más allá de intentar escribir, mi interés en el campo de la literatura es lograr que exista y que sea valiosa para la gente".
Además de retratar la clase media, cierta clase de personajes fuera de la ley habitan sus relatos. "A mediados de los setenta recibí una beca para la creación literaria que también me permitía estudiar. Fui a Oaxaca a aprender español. En aquella época era muy peligroso vivir ahí. Era un lugar pobre, donde se hacía tráfico de drogas. Entonces tuve la idea para mi novela La última oportunidad". Luego agrega: "No explico mi trabajo en términos autobiográficos. Me parece que la literatura no se trata de eso. Escribo acerca de personajes marginales, por llamarlos así. En realidad, creo que somos todos iguales. Es una forma de rendirles tributo. Aprecio la manera en que articulan la vida, su forma de sentir y de pensar. En cuanto a los personajes de clase media, es probable que tenga una mayor afinidad con ellos. Soy una persona de clase media, siempre lo he sido. También he tenido cierta experiencia en el campo, digamos, marginal".
"Para mí la literatura - no importa si es comedia, tragedia, amarga o alegre- trata de ennoblecer nuestro sentido de la vida. A pesar de que muchas veces lo haga de manera curiosa. Que alguien lea un libro acerca de la vida, y es de lo que se habla en cualquier ficción, quiere decir que, al menos, está lo suficientemente interesado en la vida como para leer acerca de eso. Este hecho es alentador. Por ejemplo Celine, u otros autores que escriben acerca de temas terribles de la vida, no contradicen la hipótesis. Apartar a alguien del quehacer cotidiano, por el tiempo que lleva leer un libro, y que luego vuelva a la vida con algo que antes no tenía es positivo".
Yo, años atrás, con ocasión de la salida de Mala onda en inglés, me tocó ser invitado a Toronto, a un festival literario. Y me tocó estar con Ford y le pedí entrevistarlo. Creo que esto fue el año 1997. Joder, cómo pasa el tiempo. Escribí este artículo para Capital
Richard Ford, escritor norteamericano:
El optimista
por Alberto Fuguet
Dicen que no es bueno conocer a una persona que uno admira desde lejos. En especial alguien que uno ha leído. Pero, a estas alturas, en que, por casualidad o mérito, he podido estar cara a cara no sólo con gente que admiro o respeto, me ido dando cuenta que los autores son en extremo parecido a sus libros.
Richard Ford, en ese sentido, es tal cual: sensible, pausado, generoso, lleno de revelaciones que parecen surgir de cualquier parte. Ford, como su nombre lo indica, es en extremo americano, aunque su acento, y sus maneras, son más cercanas a la de un caballero sureño (que es lo que, en rigor, es) que a la de un vaquero white-trash de Montana, uno de sus territorios tanto literarios como geográficos.
Ganador tanto del Premio Pulitzer como del (quizás más ) prestigioso PEN/Faulkner Award por su novela El día de la independencia, suerte de segunda parte de El periodista deportivo, quizás su novela más célebre, Ford está en su mejor momento. Su obra ha sido totalmente traducida al español (Women with Men, su más reciente libro, consiste en tres nouvelles sobre las relaciones interpersonales entre hombres y mujeres, saldrá en España durante el presente año).
La obra de Ford es itinerante como su autor. Luego de debutar con una novela sureña y gótica como su estado natal de Mississippi, el autor viajó a Oaxaca, Mexico, donde completó su segunda novela. Pero la voz, el imaginario y el depurado estilo de Richard Ford (piensen en un Carver feliz, imagínense un mimalismo-máximo con novelas que alcanzan hasta las 700 páginas en el caso de El día de la independencia) recién se armó con la notable El periodista deportivo, la primera aparición de Frank Bascombe, un americano de clase-media, con muy poco de artista y mucho de autista (que no es lo mismo). Bascombe se ha vuelto algo así como un personaje/símbolo del zeitgeist moral del tipo medio. Mientras la mayor parte de los escritores contemporáneos se la juegan por lo marginal y bizarrro o, sencillamente, optan por hablarle al ghetto del que se sienten parte, Ford se la juega por la masa media que, curiosamente, no lee pero vive a un cierto ritmo, y tiene ciertas taras, que despiertan en Ford algo que se parece a la piedad y que está cerca de la comprensión.
Si las dos novelas de Bascombe pusieron a la intercambiable Nueva Jersey y sus rutas interestatales en el mapa literario, tanto Rock Springs, una imprescindible y seriamente perturbadora colección de cuentos, como la salvaje y contenida Incendios, hizo de Montana, donde Ford posee una cabaña, uno de esos sitios literarios que se te graban en el inconsciente y, no importa cuantas veces vuelvas a leerlo, sabes que, a la larga, tendrás que peregrinar a la tierra de Ford en una suerte de manda y quizás ahí dar las gracias o algo así. No estoy exagerando. O quizás sí. Sucede que cuando uno termina de leer a Ford eso es lo que uno siente: agradecimiento. Antes veía las cosas de un modo, ahora de otro. Antes estaba ciego, sin embargo ahora veo. Y entiendo.
Ford es tremendamente parecido a Clint Eastwood, ser con que, aunque el autor no es consciente de ello, un visión de mundo, además de estilo donde no hay lugar para la pretensión ni los excesos. Richard Ford, como Eastwood, es muy alto, canoso y sus ojos azules parecen más en carácter con una estrella de cine. No habla demasiado, usa botas y lleva sus 54 años con una elegancia que no es juvenil sino más bien de alguien que ha encontrado lo que tiene que hacer y, para más remate, lo hace bien. Ford es, antes que todo, un tipo en paz. Eso se nota y se agradece.
Y qué gran escritor es. Basta mirar con qué calma toma su taza de té o cómo camina por un lobby atestado de miles de vendedores de colchones vibrantes con sus respectivos name-tags en sus pechos para que todos sepan quiénes son. Ford, en cambio, no posee esa ansiedad tan notoria en tantos artistas para que todos sepan quién es. Nadie en el lobby, ni en la convención anual de vendedores de colchones vibrantes, sabe quién es Ford. Nadie, desde luego, lo reconoce. Lo suyo no es el reconcimiento, es la comunión.
Esta conversación se llevó a cabo en el último piso del hotel Westin Castle, de Toronto, Canadá. La habitación era con vista al interminable lago Ontario. Ford, junto a una cincuentena de escritores más de todo el planeta, se encontraba ahí para el HarbourFront Reading Series, otro tipo de congreso que el de los vendedores de colchones vibrantes.
En el ascensor, una señora con pelo azul nos preguntó a varios escritores si éramos parte del congreso. Uno le dijo que no pero qué formábamos parte de otro. “Ah, ¿y qué venden?” El autor le dijo historias. La señora lo miró y le djio: “entonces estamo en el mismo negocio, querido”. Después le pasó su tarjeta de negocio.
Le cuento esta anécdota fordiana a Ford. El se ríe. “Así es, así no más es”. me dice.
¿Crees que estos vendedores de colchones que vibran podrían interesarse en algun libro tuyo? Mal que mal, un vendedor de colchón perfectamente podría ser un personaje tuyo.
Leer por placer se ha vuelto algo muy escaso acá en Norteamérica. La gente puede leer un diario, una revista, algo que les entregue informción. Pero sentarse a leer un libro de cuentos, lo dudo. Sin duda creo que si alguien es capaz de detenerse, bajar las revoluciones, y disminuir a la velocidad pausada que se requiere para entregarse de lleno a un libro de cuentos, esa persona lo pasa mejor en la vida. Además, hay algo de nobleza en ser capaz de sincronizar con la velocidad del autor. Hay una suerte de comunión que tiene mucho de generosidad. Uno deja de preocuparse de uno y se entrega al otro.
-Digamos que te piden que bajes a la sala de convenciones. Se enteran que tú también estás en el hotel y consideran que sería bueno que le hablaras a todos los vendedores. ¿Qué les dirías? ¿Por qué, más allá de las razones estéticas y emocionales, le conviene a un vendedor de colchones de leer? ¿Saca alguna ganancia concreta?
No les hablaría, les leería. Probablemente elegiría un pasaje que yo estimase cargado con emociones o temas que les podría interesar. Algo con que ellos pudieran identificarse. Les leería unos diez minutos. Una suerte de recreo de sus otras preocupaciones. Después, elegiría pasajes y podríamos comentarlos. Les explicaría que una de las funciones de la literatura es renovar nuestra vidas emocionales y sensuales. Entonces releería el pasaje y vería si, de verdad, renueva algo. O si nos permite ver algo de otro modo. Les explicaría que leer nos ayuda a controlar, y dominar, nuestras vidas. Y eso, supongo, es una tema que, sin duda, les interesa.
-Yo esperaría que sí. De alguna manera, tus personajes son gente que no lee.
De alguna manera, sí.
-Son como la gente real. No son intelectuales, desde luego.
Yo tampoco lo soy. Intelectual, digo. Me siento cerca de mis personajes. Les tengo cariño. Y piedad. Estoy de parte de ellos. Tengo una gran empatía con mis personajes, con sus vidas. Incluso con los personajes de “Women with Men”, que no son del todo respetables. Están lleno de fallas y trancas. No son, en ese sentido, atractivos.
-A mí me parecen extremadamente atractivos.
Sí, claro. Lo son. Es gente compleja. Uno se acerca a ellos como lector y, claro, son atractivos, en el sentido que atraen. Uno está obligado a vivir sus vidas. Uno las observa, como lector. Esa distancia te otorga un cierto placer estético que te permite, más allá de sus fallas, acercarse a ellos.
-Volvamos a los intelectuales. ¿No son complejos ni atractivos?
Yo probablemente escribiría sobre ellos si fuera un intelectual, pero no lo soy. Al menos no me siento cómodo asumiéndome como uno. Hay una gran frase de mi amigo Bob Hughes, que es un crítico de arte, sobre Cézanne. Y no es que intente compararme con Cézanne. “No tenía un concepto; tenía una sensación”. Cézanne pintaba a través de las sensaciones. Yo soy ese tipo de escritor. Yo observo, siento. Eso no significa que mis libros no tengan alguna cuota intelectual. Estoy más cerca de Cézanne que de un filósofo.
-La mayoría de tus personajes no son ni filósofos ni intelectuales. Son hombres comunes y corrientes. Y son hombres. “Women with Men” es un suerte de juego. Son “Men without Women”, casi. Como el libro de Hemingway. Hablemos de qué significa ser hombre. En tu charla ayer hablaste del “silencio masculino” que es, a todo esto, un bello concepto.
Todos tienen un silencio y cada vez hay más silencio. Hay, por cierto, un silencio femenino, que es uno que calla porque desea ocultar. El silencio masculino es el del que desea hablar pero no puede.
-Exacto. Al parecer a los hombres les cuesta más expresarse.
No lo sé.
-¿No lo sabes? ¿No crees que sea así? Tus libros están plagados de situaciones como esas.
Yo no tengo problema para expresarme y soy hombre.
-Pero eres escritor. No vale. Y así y todo...
A lo mejor, quizás. Sé a lo que te refieres pero, como escritor, no puedo hacerme cargo de ese prejuicio. Todos entran o caen en los silencios. Mi esposa, desde luego.
-A ver, de acuerdo. Pero buena parte de sus personajes masculinos derrochan afecto que no pueden expresar. Es algo conmovedor. Y terrible. La epifanía se desprende cuando lo intentan, cuando logran quebrar esas barreras.
Sí, sí. Te entiendo. Es cuando logran responder, conectarse. Es el momento en que responden a sus afectos. Es ir más allá del impase. Para mí, todo se reduce al lenguaje y estos hombres no sólo les cuesta expresarse sino encontrar las palabras adecuadas. No tienen costumbre de articular sus afectos. Hay que saber decir lo que uno desea decir. El sentido depende de cómo uno lo dice. Pero uno tiene que decirlo. El lenguaje es salvador. Es capaz de salvar. Es un acto de generosidad poder decir las cosas que uno siente.
-Tus personajes intentan salvarse y salvar a otros. Pienso en los cuentos de Rock Springs, por ejemplo.
Y quieren mejorarse.
-Pero no en el sentido egoísta o bobo de los manuales de auto-ayuda.
Tiene que ver con otros. Es intentar mejorar tus relaciones. Sólo así uno puede mejorarse en forma personal. Como un no-cristiano, creo que todo al final se reduce a nuestras relaciones inter-personales. Para mí, alcanzar la independencia no implica aislarse.
-A ver, sigamos con eso. El profesor Andrew Delbanco, de Columbia, sostiene que todas las grandes novelas norteamericanas son, al final, sobre la independencia. Y tú tienes una que, no casualmente, se llama El día de la independencia. ¿Qué es la famosa independencia? ¿En qué consiste?
Es lograr la suficiente confianza en uno mismo para intentar acercarse a otro. Es acumular la necesaria valentía y esperanza para arriesgarse a quebrar esa capa de aislante que nos rodea. Es lo que ocurre al final de “El día de la independencia”. Frank se atreve a acercarse al grupo. Se pierde en la muchedumbre. Es el fin del período que yo llamo “de la existencia”. Se deja de existir para comenzar a vivir.
-Da la impresión que para llegar a esa independencia, hay que pasar primero por un período de soledad, algo no ajeno para tus personajes.
Es una suerte de cruz que hay que cargar. No sé si a todos les toca ese camino. Este personaje, Frank Bascombe, desde luego. Hay gente que parte rodeada de gente y termina totalmente aislada, incapaz de alcanzar esa unidad con otro u otros. Frank lo alcanza. No todos buscan esa unidad. Muchos sólo desean tener alguien cerca y eso es otro cuento.
-Frank Bascombe pasa por varios infiernos, todos tremendamente contemporáneos y, a la vez, de toda la vida.
Frank intenta recuperarse de la tragedia de la muerte de su hijo intentando poner algún tipo de distancia -de aislación– con ese evento tan terrible. Para él, aislarse fue necesario. Se alejó de los riesgos, de todo aquello que podría dañarlo de algún modo.
-Tus personajes, Frank Bascombe, desde luego, no son el típico macho latinoamericano ni, por cercano que estén a los vaqueros de las praderas, tampoco uno los podría calificar del “all-american stud”.
No buscan peleas en los bares. No andan a la conquista de las rubias. Sí, claro, no están en esa opción. No son tan básicos. Han superado la persecución ansiosa del sexo.
-A ver. Explícate.
Mucho de mis personajes son prácticamente castos. O están muy lejos de ser prisioneros de su ansiedad.
-No son adolescentes escalvos de sus hormonas.
Exactamente. Son capaces de estar solos. Llegan al fin del sexo. No el fin absoluto, pero como manifestación de su ansiedad. Se produce una tremenda insatisfacción. Lo que partió como una manera de aplacar esa ansiedad termina aumentándola. Claro que para darse cuenta de eso hay que tener conciencia. Y eso lo que la ficción nos pide que hagamos: que nos fijemos en nosotros mismos, que nos demos cuenta.
-Y cuando nos damos cuenta, ¿qué?
Nos cambia la percepción. Dejamos de actuar como mujeriegos. Esa ansiedad desaparece y podemos, por fin, vernos. Sólo si podemos vernos a nosotros, podemos ver a los demás. Si te vas a ofrecer a alguien, es bueno saber lo que estás ofreciendo. Si le dices a una mujer: “quiéreme”, tienes que tener claro qué hay dentro de tí que es digno de ser querido. Algo parecido ocurre con el escritor. Tienes que ofrecer lo mejor de tí para que exista la posibilidad que puedas conectar con lo mejor del otro: es decir, el lector.
-Con todos estos antecendentes, entonces, ser hombre sería...
Parecerse bastante a una mujer. Es atreverse a cansarse, a tener miedo. Es aislarse y entender que uno no puede quedarse en ese estado. Es salir adelante, más allá de los inconvenienes. Las mujeres tienen esa capacidad masculina, por así decirlo, de empujar hacia adelante que pocos hombres poseen. Los hombres tienden a caer como troncos, tanto que luego son incapaces de levantarse. En todo caso, lo importante al escribir es fijarse en los detalles, no en las generalidades. Y, al final, son los detalles los que determinan cómo uno es. Sea hombre o mujer. No me interesa demasiado, por eso mismo, la literatura de mujeres. Y no creo que yo haga una literatura masculina. Sí intento escribir sobre las relaciones que se articulan entre los dos.
-O que no se articulan.
Exacto. Más bien eso. Aunque, algunas veces, sí lo logran. No soy tan pesismista. Para nada. Creo que soy un optimista.
-Yo también. Como el título de tu cuento. Un cuento increíble, por lo demás, que explora, como muchas de tus obras, la relación padre-hijo. Donde el padre, por lo general, no está o pareciera que no estuviera.
Siempre estoy en busca del drama. Las relaciones que se establecen entre los padres y sus hijos están lleno de drama potencial.
-Tus padres tienden a ser más infantiles que sus hijos.
Eso tiene que ver con lo convencionalmente se entiende por padre. El rol del padre para un tipo de 35 es un rol bastante duro ya que no le permite ser infantil o inmaduro cuando lo más probable es que sí lo sea. Que se parezca a su hijo de diecisiete. Es más que probable que no sepa tanto como debería. Es más: ¿cómo puede saber lo que hay que saber? Sólo puedo sentir piedad por un tipo así.
-Y ese es el problema de leerte. Uno no sabe como reaccionar. Es imposible juzgar o reaccionar negativamente con alguno de tus personajes. En ese sentido, tu piedad me parece del todo peligrosa.
Al final, creo, todos mis personajes intentan hacer lo mejor que pueden. Como en “Rock Springs”. Intentan comunicarse pero no saben cómo. La meta de ellos es poder hablar.
-¿Hablar?
Sin lenguaje, no hay comunicación. En el cuento “Celoso” (de “Women with Men”) hay un momento de concesión en la que le padre simplemente le dice: “supongo que no hay mucho que pueda enseñarte”. Esa, creo, es una gran enseñanza.
-En “El día de la independencia” el chico es mucho más cruel y manipulativo. Casi como si fuera un adulto.
Claro, y Frank intenta complacerlo, pero no sabe cómo. Y sufre como bestia en el proceso. Yo algo sé del tema, supongo, por eso estos temas me intrigan.
-A ver...
Bueno, como niño, tuve las dos experiencas. Un padre ausente y uno que fue maravilloso. El mismo hombre, pero en períodos distintos. Por su trabajo, al principio, no estuvo cerca. Pero después, por un momento breve, fue un padre notable. Lástima que duró poco pues se murió. Llegó tan rápido como se fue. Yo no conocía al hombre y tuve problemas con la justicia. Y de pronto aparece este ser que me entiende, que desea saber de mí y entender quién soy. Le caía bien, me quería, me hablaba en forma directa. Alcanzamos este marvilloso plateau de afecto, consuelo y empatía. Y se murió. Supongo que por eso escribo sobre ese tema.
-¿Y qué te da tener eso? Es como una suerte de vacuna, ¿no?
Mira, el haber contado con el afecto de tus padres sólo te ayuda a entregar afecto a los demás. Lo hace más fácil. Sin duda. Es curioso como los padres tienen la opción de ser monstruos o grandes personas. Te pueden estimular o opacar o ignorar. Mi padre fue ambas cosas. Fue distante, displicente, físicamente frío. Pero, al final, cambió. Y fue un aliado, un cómplice. Quizás de ahí salen mis finales. De un deseo interno a que los cosas se den vueltas, que haya una salida.
–Son finales optimistas.
Sin duda. Optimistas. Sé que a alguna gente le parecen un tanto simples. Poco creíbles. Pero yo miro mi propia vida y veo como mi padre, este ser hosco y denso, fue capaz de hacer un giro y transformarse en mi amigo. La gente siempre es capaz de sorprender a otro. Uno nunca puede saber qué puede suceder si hay gente de por medio. Eso es lo que me hace escribir: el ser fundamentalmente un optimista. El creer que, al final, hay una salida.