cdo estuve en elei, recibi un mail proponiendome ir al centro,
al centro de la ciudad, sitio lejano y ajeno y, de alguna manera, innecesario.
yo vivía lejos, en la playa, pero fui.
El Mercurio quiso q me fuera a alojar unos dias y caminara.
Caminé, algo raro en LA.
Hacia calor.
Y estuve en la biblioteca central q es alucinante.
Esto fue lo que escribi y salió hoy en Rev del Dgo en Viaje.
mi título original era
El centro del descentro.
DowntownLo nuevo de L.A.Domingo 7 de septiembre de 2008El Downtown, el centro de la desmesurada Los Angeles es, ahora, algo muy diferente. La etapa del abandono, de los homeless dominando las esquinas, de la decadencia, está siendo reemplazada por otra era más jugada y progre. De galerías de arte. De lofts. De restaurantes y hoteles de diseño. El Downtown busca el protagonismo que nadie pensó que tendría.Por Alberto Fuguet,
desde Los Angeles, Estados Unidos
No es tan cierto que la gente tenga miedo a mezclarse en las autopistas de Los Angeles, como se sostiene al comienzo de
Menos que cero, la antes vilipendiada, hoy canónica novela de la ciudad donde nunca han estado ni probablemente estarán los ángeles de la guarda. Entre otras cosas porque, para ser una novela tan clave acerca de Elei, el comienzo del debut de Easton Ellis está mal traducido.
Merge no es mezclarse; es fundirse, es ingresar al flujo. Los autos no se mezclan y tampoco se funden. En todo caso, la imagen –en inglés– es relativamente cierta y funciona más como metáfora que como realidad. En las atochadas autopistas, la gente no tiene miedo de nada; el miedo está en encontrarse. En establecer lazos. Nadie desea o puede o sabe conectarse. El miedo es a caminar: la gente tiene miedo de caminar en Los Angeles. Quizás por eso corren o hacen jogging.
Los Angeles es una ciudad de fachadas y sol y fashion donde son muy pocos los que se parecen a aquéllos que aparecen en las portadas o en las películas. Los Angeles no crea,
cree. Cree que puede triunfar, cree que es una ciudad, cree que sus habitantes son felices, cree que puede romperla el fin de semana con la cinta más taquillera del fin de semana (en Elei, el futuro termina, en rigor, el domingo). Elei: una de las ciudades más grandes del mundo, miles y miles de barrios, distancias pavorosas, que superan lo digno y lo humano, donde el auto es rey, las veredas son una excentricidad y la idea de la casa, la puerta y la vida privada es sagrada. En Los Angeles, el típico edificio de departamentos residenciales tiene dos pisos. Y la gente prefiere vivir en casa, con jardín, aunque ese jardín sea un basural con un doberman y un Chevy oxidado del 67. Elei es tan extendido que todos los días hay cinco pronósticos del tiempo.
No es raro que Los Angeles sea la ciudad del cine. Millones y millones de personas aisladas, sentadas cerca, pero no juntas, mirando aquello que los une y conecta: imágenes cuya meta central es hacerlos escapar, entretener a toda costa, sacarlos de sus vidas. En ese sentido, la imagen que la gente tiene de Los Angeles es, como toda ciudad que se ha ganado su lugar en el inconsciente turístico-cultural-pop, falsa. O, al menos, distorsionada. Los Angeles no es exactamente como la gente cree que es y aquel que busca glamour, juventud, palmeras y un clima casi-perfecto lo encontrará pero al rato captará que es como un set: no tiene espesor, fondo o habitantes. El glamour dura un rato y se disipa. Pero los turistas siguen llegando, igual que los inmigrantes de otros países y los jóvenes del resto del país que llegan a trabajar "en la industria". La gente llega con la esperanza del clima, de las rubias en bikinis rojos, de los descapotables, de Sunset y Hollywood y el Teatro Chino and The Viper Room y Disneylandia y Melrose Place.
Todo esto existe.
Pero ahora existe –o quiere existir– un nuevo LA: Downtown. El centro de la ciudad. Lo que durante décadas y décadas no existió. Aquello del cual todos huyeron. Ahora lo progre, la apuesta, lo jugado, es el centro. La ciudad célebre por no tener centro, la ciudad más descentrada del mundo, ahora quiere volver a tener un centro.
Replicantes y cine-negroComo toda ciudad intensa, contradictoria y antihumana, Los Angeles ha sido capaz de crear gran arte. Y mucho de este arte no fue concebido como tal. Acá la codicia y la venganza han sido claves y es cosa de leer ciertos autores para entenderla: Hammet, Chandler, Joan Didion, Bukowski, Fante y, sin duda, Ellroy.
Es en el centro donde uno entiende más de Los Angeles.
La gente que fundó Los Angeles escapó del Este. Se sabe: nadie deja su hogar porque sí. Construyeron una ciudad a imagen y semejanza de lo que dejaron atrás. Quizás mejor. Hasta que captaron que sí existía un futuro y algo que no calcularon: había espacio. ¿Para qué hacer una pequeña Chicago o Nueva York o Newark si cada persona, por pobre que fuera, podría vivir en una casita con jardín?
Antes de que llegara el agua (ver la cinta
Chinatown de Polanski) Los Angeles era una ciudad relativamente controlada y urbana. Lejos del mar, con calles con números y edificios nobles. El centro era el centro. Ahí los millonarios construyeron sus mansiones y, a dos pasos, sus bancos y oficinas. Broadway quiso competir con la otra Broadway y algunos de los teatros y cines más elaborados y barrocos se construyeron justamente en esa calle llena de tranvías. Cuesta creer que, a comienzos del siglo 20, L.A. tuvo uno de los mejores transportes públicos del mundo. Pero llegó Hollywood y el suburbio se comió a la ciudad y sobre todo llegó el agua.
La ciudad creció a propósito. La meta fue crear una urbe nueva donde los autos de Detroit pudieran andar en impecables carreteras y la gente pudiera vivir en simpáticos suburbios lejos de los bares o los callejones o el simple ruido de los negocios. En pocos años, el centro de Los Angeles se vino abajo. La gente huyó. Las mansiones victorianas de Bunker Hill se transformaron en pensiones para migrantes (leer a John Fante) y el centro se volvió un sitio fantasmal primero y luego simplemente decadente y peligroso.
En los 70 todas las mansiones de Bunker Hill fueron arrasadas para construir los altísimos rascacielos que se ven desde el suburbio más lejano. Pero esa ciudad amurallada, en los altos, de cristal y acero, con hoteles futuristas y cilíndricos, como el Bonaventure, se volvió un sitio curioso: un barrio de unas diez cuadras, donde se decidía el futuro de buena parte del mundo, que a partir de las 5 de la tarde quedaba vacío, fantasmal.
Hace unos cinco años me tocó una vez alojar en el gótico Biltmore, un hotel donde los artistas de los años 30 iban a encontrarse. Quedé impactado. El hotel, ubicado en la calle Grand, estaba justo al medio de la fría opulencia corporativa y falsa de la nueva Bunker Hill y a pasos de un centro que superaba la imaginación: bellísimos edificios de 20 pisos abandonados a su suerte; hoteles de cinco estrellas llenos de drogadictos y perdidos que pagaban 5 dólares la noche; comercio informal y ambulante en castellano que costaría encontrar en una ciudad latina del Tercer Mundo (el idioma en la Broadway es español) y, una calle más allá, una suerte de Calcuta, con miles y miles de
homeless durmiendo en carpas, traficando drogas y hablando solos.
Esto era el centro de Los Angeles y era, a pesar de todo, el sitio más humano de la ciudad: se podía caminar y se rozaban las distintas razas, los distintos idiomas. Si todo esto parecía como de
Blade Runner (los ricos escondidos arriba, los pobres multiculturales vagando abajo) es porque fue en la Broadway y en el legendario (y hoy reciclado) Edificio Bradbury donde
Blade Runner se filmó.
Hoy el centro es otra cosa. Tiene algo de set y siempre –siempre– están filmando una película ambientada en Nueva York. Pero downtown ahora quiere ser como la gente de Los Angeles cree que Nueva York es. Una elite joven, creativa y, por cierto,
fashion, quiere tener una experiencia urbana en una ciudad que hace unos cien años optó por ser otra cosa. De las cáscaras de las ruinas están surgiendo miles y miles de lofts. Gente de todo tipo pasea a sus perros. Los homeless tuvieron que moverse unas cuadras y un inmenso Ralph's (el primer supermercado que abrió sus puertas en el sector en 58 años) refleja que los nuevos habitantes de downtown son o gourmets o snobs.
El nuevo centro quiere renovar el viejo y la palabra clave es
gentrification: que todo sea caro para que los pobres y los desposeídos huyan. Y están huyendo, tal como antes huyeron los ricos. El ciclo se repite. Ahora hay minimarkets copados de snacks japoneses y los hoteles para gente abandonada son lofts para estudiantes de arte o actores en ciernes. Los restaurantes son caros, los bares in y la gran obsesión son las piscinas en el techo.
Es de noche, hace calor aún y pura gente linda retoza en el agua de la piscina del Hotel Standard, un hotel boutique que reinventó un banco abandonado en un paraíso para orientales hip que van al alucinante fashion district, una suerte de Patronato con esteroides donde la copia y lo pirata es rey. Aquí arriba la gente joven y guapa toma martinis de 20 dólares y al frente, en otro edificio, proyectan una cinta de Godard. Nadie ve la película (son ellos los que se creen que están en una película), pero la cinta se ve bonita y el hecho de que la luna esté justo entre las torres más altas de la ciudad y que esta piscina-bar está al medio de todo le da un toque surrealista.
Esto no es realmente el centro, es Hollywood. Es un set. Es el tipo de set con los que sueña un publicista inseguro con mucho dinero nuevo. Abajo, siguen los pobres, los inmigrantes. Pero falso y todo, hay algo de verdad. L.A. desea volver a tener un centro y desea que ese centro sea como en las películas. Y lo están logrando. Quizás saben poco de vida urbana o de centros pero de que saben de películas, saben.
Corte.