del diario LA RAZA
de Chicago...
“Cortos” y “Shorts”, cuentos, editados por HarperCollins
Alberto Fuguet: Retrato del artista adulto
Elbio R. Barilari
Cuando era un muchachito, y Chile apenas salía de la pesadilla pinochetista, Alberto Fuguet capturó las fantasías de jóvenes y viejos (a veces opuestas) con un par de libros.
“Sobredosis”, un librito de cuentos, y “Mala onda”, una novela con toda la barba, aunque su autor aún no se afeitara.
Fuguet no hacía más que reflejar en blanco y negro lo que el rock latinoamericano, especialmente en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y México, venía proponiendo desde mediados de los 80.
Después de la crisis, la guerrilla, la dictadura y el neoliberalismo con su pantagruélico costo social, en América Latina algo había cambiado, claro.
Y lo que más había cambiado era la sensación de estar vivo. Llamémosle así, “la sensación de estar vivo”, al conjunto de experiencias y vivencias e influencias, así como referencias y marcos de todo tipo. Que a la salida de las dictaduras estaban marcados por la tragedia de los desaparecidos, pero también por la costumbre de aceptar que habían desaparecido para siempre.
La América Latina de después de las dictaduras no era la misma de antes.
La “sensación de estar vivo” que pudieron escanear (para usar un verbo postmoderno) Vargas Llosa, Cortázar o Mario Benedetti, ya no era la misma.
La experiencia urbana, que Onetti y Borges consagraron en la literatura latinoamericana (con un saludo a los precursores: Horacio Quiroga y Roberto Arlt), tampoco era la misma.
Ahora los shoppings, o malls, depende del país, eran un referente, de Ibirapuera a Providencia. Y la MTV ya estaba en vías de atrofiar al oído como órgano musical, para instalarlo en los ojos: música para ver y no para escuchar.
McDonald’s, con suerte diversa, estaba instalado en el centro de cada ciudad y en el centro de atención de los jóvenes. McDonald’s y los malls pintaban una ilusión casi más grande que la democracia recién recuperada.
América Latina se asomaba al McWorld desatado por el proceso de neo colonización que se ha dado en mal llamar globalización. Y como siempre, lo hacía a su manera, mestiza, antropofágica.
Macondo era ahora McOndo, y los primeros en darle ese nombre chistoso y acertado fueron Fuguet y un compatriota, de nombre Sergio Gómez. Ocurrió en una antología de autores jóvenes hispanoamericanos, intitulada –precisamente- McOndo, en cuyo prólogo se explicaban con juvenil exceso y honestidad poco frecuente.
Por supuesto, la reacción contra, o el abandono, del realismo mágico, no fue “inventada” por nadie en especial. Era algo que estaba en el aire desde comienzos de los 80 y que ya era como un iceberg, visible en su quinta parte, a mediados de los 90.
Muchos éramos los que sentíamos –especialmente cuando nos sentábamos a escribir- que la maravillosa ficción de García Márquez tenía al menos un par de problemas.
Primero: era una cosa inmóvil, donde no había salida porque todo estaba empantanado en esa sopa tropical de milagros y destinos circulares.
Segundo: no representaba nuestra “sensación de estar vivos”.
El fenómeno del McOndo dio lugar a diversas interpretaciones, todas equivocadas.
Los momios (reaccionarios) del periódico El Mercurio chileno, que estaban fascinados, trataban a Fuguet como al Príncipe Azul que estaban esperando.
Algunos intelectuales de izquierda, sobre todo entre los críticos literarios, que suelen ser de los peores porque se consideran la Guardia Roja de vaya a saber qué (especialmente de su propio poder) y que además no tienen sentido del humor, se enojaron mucho. Y se sintieron en el deber de defender al Gabo.
En el año 1993, en un populoso congreso literario realizado en Chile, Fuguet y yo, participantes de un panel, fuimos verbalmente apedreados por algunos de esos trogloditas. Y acusados de “postmodernos”.
El venezolano Salvador Garmendia y el chileno Nicanor Parra, también presentes, no salían de su asombro.
El ataque fue ruidoso pero endeble, en mi caso –al menos- me ofendió más el malentendido que los epítetos.
Hoy El Mercurio ya no es tan fanático de Fuguet. Un Fuguet que es capaz de declarar que “Bush es el hijo tonto del presidente rico, porque en todos los países los presidentes son hijos de familias… latifundistas de Texas que tiene hijos y todos son presidentes… Ahora Estados Unidos es un país latinoamericano”.
Y el “establishment” de la literatura latinoamericana, varios de cuyos mascarones de proa ahora son burócratas de gobierno, tampoco es el mismo: el McOndo se los está comiendo con “French fries”.
También ha quedado claro, clarísimo, que el McOndo no es ningún “movimiento literario” como fomenta la propaganda y creen algunos “scholars”.
Ya en su novela “Las películas de mi vida”, el autor había trascendido la polémica y su propia manera de la rebeldía juvenil.
Con la lectura de “Cortos” esa impresión termina de redondearse.
Fuguet escribe, de alma encogida, sobre las verdades adultas, incluyendo los abismos de la paternidad y del amor siempre en fuga. Describe la geología emocional de un país, como ningún otro, partido por la dictadura, como Chile.
El mundo urbano ya no es el de las historias de “mall” y las aventuras ya no son solamente las de chico del barrio alto. Además, conviene decirlo aquí y conviene aceptarlo de una vez por todas: las gentes de los “barrios altos”, los “cuicos” y “pitucos”, los “fresas”, también sufren.
Fuguet, que de niño pasó unos años en Estados Unidos, escribe de primera mano sobre la experiencia de la bi-culturalidad, ese “no ser de allá ni ser de acá” que es tan familiar a los latinos en este país.
Y es que en McOndo los límites resultan cada vez más maleables. Como bien lo sabemos en Chicago, donde la frontera mexicana pasa por la calle Cermak.
No intentaré el fútil ejercicio de ponerme a husmear cuento por cuento en un libro que mis lectores aún no conocen, para decir lo qué me parece (y que a nadie tiene por qué importarle).
Voy, en cambio, a hacer dos cosas:
1- voy a recomendar “Cortos”, en español, y “Shorts” en inglés.
2- voy a arriesgar la opinión de que con “Las películas de mi vida” y “Cortos”, Alberto Fuguet deja de ser “nuestro mejor escritor de 17 años”, como Eleanor Roosevelt dijo de Hemingway, para empinarse entre nuestros narradores más adultos.