Sunday, March 16, 2008

Requiem x el CITY

Dentro de los triste y desolador q ha sido procesar que el HOTEL CITY desparecerá, al menos como lo conocimos, algo bueno ha pasado: el apoyo de la prensa y la gente y del tejido social-cultural. Muchos diarios y revistas sacaron notas, escuché cosas en la radio.

La Revista del Sábado de EL M me pidió que escribiera algo; aquí va. Apareció ayer, sábado, 15 de marzo. Hoy en La Tercera apareció un buen artículo de Rodrigo Miranda donde se fija más detenidamente es los lazos literarios de el City con autores como Poli Délano, Ramón Díaz Eterovic y... eh... yo...

Es de esperar q este apoyo y cariño mediático ayude q que, uno, no lo BOTEN y, dos, q resucite como un HOTEL, mejor q el antiguo, y no como un puto preuniversitario o sede de un partido político.

aqui va lo del Sábado acompañado por fotos mias: algunas son durante el rodaje de Hormigas y otras, las más desoladas, del último día en que se pudo ingresar, que es el día en que fui a conversar con la flia Loubies.


ADIÓS AL MÍTICO HOTEL DE SANTIAGO

RÉQUIEM POR EL CITY

Sábado 15 de marzo de 2008

Hace ochenta años, se fundó el CITY. Hace una semana, el hotel cerró. Sus mejores momentos fueron durante los 40 y, curiosamente, al final, cuando fue descubierto por cineastas, periodistas, publicistas y escritores. Le pedimos a uno de ellos, Alberto Fuguet, que ambientó Mala onda en el mítico hotel y donde filmó la parte de Las hormigas asesinas de Se arrienda, que volviera al City de los últimos días.


Por Alberto Fuguet

Años atrás, muchos años atrás, aunque bastante menos que los ochenta que tenía el Hotel City, me volví adicto al centro, pues en el centro había un cine tras otro, a veces dos o tres en una misma cuadra. Yo era un adolescente, estaba en el colegio, con un carné de tapa verde de esos que parecían pequeños cuadernos, en el cual había alterado, con un lapiz Bic, mi fecha de nacimiento. Cuando tenía unos quince o dieciséis, según mi carné tenía unos treinta y tres. Funcionaba. O quizás no me creían, pero el hecho de mostrar con tanta seguridad mi carné para ingresar a cintas para mayores de 18 y de 21 era ya era suficiente para que los boleteros del Astor, Metro, Ducal o Imperio me respetaran y me dejaran ingresar.

A la salida de la última función me iba al frente, a otro cine, que ya por entonces estaba un tanto a mal traer. Se llamaba el Real y quedaba en Compañía, entre Ahumada, que ya era Paseo, y Bandera. Frente al cine Real había un letrero. De neón. Rojo. El letrero de un hotel llamado City que estaba ahí, entre medio de dos edificios góticos, raros, chatos, y el letrero, curvo, unía a los dos edificios. Nunca ingresé ni me hubiera atrevido. Pensaba que era muy caro, y a veces, sin iPod o walkman, me sentaba en el paradero y miraba el hotel. Me parecía sacado de una película de cine negro, o de esas de detectives con Humphrey Bogart que, en rigor, nunca había visto. El City tenía algo de gran ciudad, un aspecto metropolitano o de Metropólis, de Fritz Lang. Recuerdo –vagamente– que ingresaban autos o taxis por el estrecho pasadillo/callejón y botones de uniforme rojo (¿o verde?) les abrían las puertas a los pasajeros.


Recuerdo que, mirando hacia el cielo, el misterioso edificio se teñía de rojo y que había ciertas habitaciones que daban directamente a las letras de neón rojas que repetían, de arriba hacia abajo, el nombre del hotel. Una vez vi, o quizás creo haber visto, un joven, fumando, con la ventana abierta y las cortinas meciéndose por el viento y recuerdo que pensé: la vida allí dentro es mejor. O al menos uno ahí no está acá. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué estaba solo? ¿Por qué un adolescente estaba ahí en medio de la noche bañado de rojo?



Algo hizo click conmigo y, a partir de ahí, intuí que el City iba a ser importante para mí. Y esa época, con toque de queda y gente leyendo La vida está en otra parte, la idea de no estar, de tener un sitio mágico en la ciudad, seducía. Me sedujo. Mal que mal, el sitio se llamaba City. Ciudad pero otra ciudad. Una ciudad que no era ésta, donde uno quizás podía huir, refugiarse, ingresar a otro tiempo.


Con los años, pude ingresar varias –muchas, demasiadas– veces al City y comprendí que, de alguna manera, estaba y no estaba errado, pues el hotel sí era parte de la ciudad, del mito, habían sucedido cosas importantes ahí. Y que una de las gracias de ser santiaguino era no serlo del todo y esa estética entre Chicago y Praga, Art Decó que saluda al cómic y al cine de terror, era donde servían uno de los mejores pisco sours y cazuelas, era un sitio clave y fundacional. A media cuadra de la Plaza de Armas, a pasos del antiguo edificio del diario El Mercurio, del Café Santos, donde mi abuelo me llevaba a tomar café helado, y de los Tribunales, el City no era la construcción más vieja de la ciudad pero una cosa estaba clara: era parte clave de ella.


La última vez que vi al City (¿por qué ver algo que ya no es lo que es, que ya no está, merece llamarse igual? ¿el cadáver de una persona es la persona o es acaso sólo su carcasa?) fue desde el cine Real, que ya no es el Real sino una multitienda de segunda. Iba caminando, tenía que matar 45 minutos, y si bien no me parecía la mejor cafetería del mundo, pensé que me hacía falta ingresar al City un rato a leer, ingresar a esa bar que, antes de la cuatro de la tarde, siempre permanecía vacío y en silencio. Ahí me di cuenta que no estaba el letrero y el bar lo habían tapado con un cortina metálica.




Algo raro estaba sucediendo, algo que para aquellos que vivimos en Santiago no es tan inusual. Cerraban –destripaban– el City y yo no tenía idea. Ingresé cauto y no reconocí a los botones, a los cuales ya conocía y que, cada tanto, me dejaban mostrarles sus piezas y su alucinante terraza a viajeros o simplemente a amigos que no sabían de su existencia. Unos tipos de celeste me preguntaron si venía al remate. Dije sí. Ingresé: todo oscuro, polvoriento, desvencijado. Subí a pie hasta el cuarto piso que estaba repleto, no de viajeros más que turistas, sino de una suerte de buitres que comentaban entre ellos lo que podrían hacer con el mobiliario. Bajé caminando, angustiado, entre la oscuridad. No había luces. Hasta que llegué a una suerte de mirador que daba al comedor. Era el sitio donde, durante los años 40, se instalaba una pequeña banda a tocar. En vez de que la orquesta estuviera en un foso, en el City estaba en un segundo piso, flotando sobre la gente. Miré: el comedor ahora parecía una bodega donde todas las mesas estaban alineadas, al lado de las sillas, los vasos, los azucareros y los platos.


Me sentía dentro del Titanic pero sin agua. Algo se estaba hundiendo y parte de esa nave era mía, era yo. Me acordé de ese mismo comedor, de noche, con luces y gente supuestamente sofisticada, y enanos, y un DJ en este mismo sitio desde donde miraba, y que ahí se había lanzado Santiago Bizarro. El ex alcalde Joaquín Lavín era uno de los tantos freaks que había llegado a celebrar la diversidad y las rarezas que Sergio Paz encontró en la ciudad. De pronto capté que quizás lo más bizarro de todo era que ahora el hotel más bizarro no iba a estar más y que mucha gente nunca iba a poder conocerlo.

Italo Loubiano, el administrador y gerente del hotel, terminó por ceder y aceptar mi obsesión de hotel. Me dejó tomar fotos, filmar películas, cortos, sinópsis de películas que aún no se financian. Antes de conocerlo, me encerré en la habitación 506 (piso que ahora estaba cerrado por falta de uso) a terminar una novela acerca de un chico que se refugia y se encierra en el City. En efecto, en varias novelas mías la gente se ha refugiado o se ha creado un mundo dentro del City. En Por favor, rebobinar, el hotel es salvado de la quiebra por un rockero que se enamoró de él mientras filmaba un clip. Lo compra, lo arregla, y la terraza es una suerte de bar y en los subterráneos hay un lounge fashion. Releo por primera vez lo que alguna vez escribí y capto que quizás me adelanté a este momento en que el hotel se vino abajo; donde fallé fue en la idea de que alguien lo salvara. Al parecer nadie llegó a tiempo, aunque Italo confía en que otros puedan invertir lo que ellos no pudieron para transformar el City en algo así como los míticos Chelsea de Nueva York o el Chateau Marmont de Los Ángeles. Posibilidades no le faltaban: las 72 habitaciones, incluso las más pequeñas, tenían tinas y parquet y espacios amplios. Pero, claro, le faltaban cosas: internet, aire acondicionado, ventanas dobles y algo que se debate si es clave o no: más estacionamientos.

Estamos en la terraza, una que perfectamente puede ser una de las más alucinantes de la ciudad por la vista que tiene a la Catedral y al centro de Santiago y a la Cordillera más atrás. Italo prácticamente se crió en el hotel. Su padre, Don Italo, compró el derecho de llaves a comienzos de los 60 a otra familia italiana. Por más de cuarenta años, la familia Loubiano estuvo a cargo del hotel.

"Claramente, la etapa más glamorosa del City fue anterior a nosotros. El City debutó en gloria y majestad y rápidamente se transformó en un sitio clave", me cuenta. En esa época, el centro era el centro de Chile y los visitantes optaban entre el Carrera, el Crillón y el City. El mundo periodístico, intelectual y judicial rápidamente descubrió el bar de un extraño estilo tirolés y el restaurant del fondo.

"Durante estos últimos años lo más rentable era, sin duda, el restaurant, que sólo abría al público a la hora de almuerzo", me comenta. También me cuenta que, contra todo lo que esperaba, el hotel empezó a renacer hace unos años. Cuando menos lo esperaba.

"De pronto empezó a volverse cool. Primero llegaron los estudiantes de arquitectura a dibujarlo. Luego la prensa lo usaba para entrevistar gente o hacer sesiones de fotos de artistas y modelos. En eso llegó la publicidad. De aquí y de todo el mundo. Se filmaron muchos comerciales: de celulares, de jeans, de todo. Ahí ingresó un dinero inesperado. Luego empezaron a filmar: Heredia y Asociados, la serie de TV basada en las novelas de detectives de Díaz Eterovic. La tuya. No entendía por qué el teléfono no paraba de sonar. Algo tenía el City. Este último año superamos el punto de equilibrio en cuanto a ocupación. Tuvimos un promedio del 70 por ciento, casi todos extranjeros de tercera edad. Y en el restaurat la gente empezó a cambiar. Empezaron a llegar abogados jóvenes. Y todos quedaban alucinados con el lugar. El City antes de morir, rejuveneció".


¿Qué pasó? El derecho de llave, que es una manera extraña de arrendar, venció. Y los dueños les ofrecieron renovar el contrato o bien, comprarlo. Pero la oferta fue imposible para ellos. Lo cierto es que los dueños, la Sociedad de Inversiones San José, ligada al negocio panadero, les duplicó el arriendo. Cristián Heinsen, el gerente de Inversiones San José, me asegura que el edificio en sí no tiene qué temer. "No hay ningún riesgo que se bote. Es imposible. Está ubicado en un sector de conservación histórica", me cuenta mientras respiro aliviado.

En efecto, más allá de lo que pase, y lo cierto es que puede pasar cualquier cosa, el edifico de cinco pisos, de unos 4.600 m2, está protegido conforme a la Ley de Monumentos Nacionales. Es decir: los proyectos de reconstrucción, remodelación, ampliación o demolición de edificios situados en zonas típicas requieren de la aprobación no sólo de la Dirección de Obras de la Municipalidad, sino además de la Seremi de Vivienda y del Consejo de Monumentos Nacionales dependiente del Ministerio de Educación.

Aquí podría entrar el alcalde Alcaíno y hacer lo posible por salvarlo. O quizás ver la manera de incentivar que el hotel vuelva a ser un hotel y no otra cosa. Los dueños harán una licitación privada pronto, donde se contempla tanto arrendarlo o venderlo. Si bien el edificio no se demolería, perfectamente puede transformarse en un preuniversitario o una clínica dental. Pero todo es mejor a que sea el paño para una torre anónima. Alguien del mundo inmobiliario dice que una idea es hacer suerte de lofts góticos. Todo puede pasar. Un hotel, una universidad.

Heinsen me confidencia que hay interesados en transformar el City en un nuevo City, en lo que se llaman "hotel boutique", pero que al final todo dependerá de la oferta. Eso me preocupa y aquí es donde entra la ingenuidad o el aspecto romántico. Los dueños tienen todo el derecho de vender, pero el City es el City. Humildemente les pido que lo piensen: que entre una oferta buena pero impresentable y una menor pero acaso más creativa, sea mejor la segunda. El City debería seguir siendo hotel y acaso uno mejor de lo que fue: renovado, totalmente recuperado. La cantidad de reportajes y cartas en la prensa hacen pensar que ya no es tan fácil ser dueño de un edificio y "hacer lo que uno quiere". En rigor, pueden y es lógico. Pero el City no se rige por la lógica sino por el mito. Y nadie se atrevería a botar así como así la Torre Eiffel. Hay muchos defensores del City y después de lo que pasó con Las Lilas o con el Carrera ya quizás no será tan fácil. Como me dijo Italo Loubies, cada vez el City fue contando con más amigos. Es de esperar que ahora, en estos tiempos difíciles y claves, esos amigos no se hagan los desentendidos. Aún es tiempo de salvarlo y acaso mejorarlo. Pero el reloj está haciendo tic, los letreros de neón rojo se fundieron y la puerta giratoria ya fue rematada.

"Si hubiera tenido capital para meterle dinero y mejorarlo, lo hubiera hecho. Hace cinco años, no. Pero ahora, algo raro estaba sucediendo. Si hubiera tenido los 2.500 millones de pesos, lo hubiera comprado sin pensarlo. El City tenía futuro", me confiesa Loubies mientras recorremos la alucinante cocina subterránea.

El futuro, claro está, no llegó. O, al menos, no se sabe qué pasará. Una cosa sí es cierta: el Hotel City tal como lo conocemos ya no existe. Pero aún es tiempo para que el Hotel City que siempre quisimos se quede para siempre.

Veamos y, de paso, crucemos los dedos.