paz soldan acerca de AC
esto fue parte de lo q apareció en La Tercera
el sábado pasado--- escrito x mi amigo EPZ desde Cornell
eso
Andrés Caicedo:
Acostumbrarse a la tristeza
por Edmundo Paz Soldán
Cuando se cuenta cómo, durante la segunda mitad del siglo veinte, la literatura latinoamericana exploró el paisaje urbano y el impacto de los medios visuales –el cine, la televisión-- en la cultura popular, se tiende a hablar de Cabrera Infante, de Puig, un poco de la Onda —Agustín, Sainz--, para terminar con Alberto Fuguet y la antología McOndo. Falta, sin embargo, alguien muy importante en ese relato: el colombiano Andrés Caicedo. Nacido en 1951 en Cali, apareció en el escenario cultural de su ciudad como una tromba, produciendo obras de teatro, dirigiendo revistas de cine, filmando dos películas y reseñando todos los libros. Cuando uno ve todo lo escrito por él, cuesta creer que se haya suicidado en 1977, con apenas veinticinco años.
Caicedo encarna a la perfección el mito del adolescente eterno, alguien a quien vivir más de veinticinco años le parece una “insensatez”. Es un producto redondo de los años sesenta, que ensalzan la rebeldía juvenil, que idolizan la inmadurez adolescente. Hay en sus obras algo de sus contemporáneos de la Onda, pero a diferencia de ellos lo suyo no se acaba en el gesto contracultual del joven que usa el sexo, las drogas y el rock como forma de rebelión ante sus padres y la sociedad; junto a ese gesto está, también, la actitud de un crítico serio, que ha leído a Borges, a Pinter, a Ionesco, y que está buscando obsesivamente cierta plenitud que sólo puede darle los libros, las películas: “me hace falta un nuevo fervor por algún escritor, así como lo tuve por Poe, Vargas Llosa, Lowry, Henry james, Hawthorne, Styron”.
La escritura de Caicedo es incontinente, y eso es, a la vez, su gran virtud y su principal defecto: en sus mejores páginas, las ideas y las imágenes se encabalgan una tras otra como en un ejercicio virtuoso de escritura automática; en las peores, todo produce la sensación de un vómito verbal. Caicedo tenía más cosas en la cabeza que tiempo para escribirlas, y se notaba. Igual, en cualquiera de sus textos late una desasosegada energía: “no es que pregunte dónde estoy, quién soy, ni ninguna de esas tonterías, lo que pasa es que tengo que acomodarme a la tristeza, o aceptar que la desesperación es la única vía de acceso en este nuevo día”. Sus adolescentes desgarrados rechazan el orden social de sus padres, pero no saben con qué reemplazarlo; ésa es su tragedia.
Si bien Caicedo fue descubierto en los noventa por algunos narradores colombianos de la nueva generación –Efraím Medina entre los principales--, ha sido hasta ahora, sobre todo, un escritor de culto, más conocido en el mundo de los críticos de cine que en el de la literatura latinoamericana. Con Mi cuerpo es una celda, su “autobiografía” armada por
Alberto Fuguet a partir de textos inéditos del colombiano, eso está a punto de cambiar.
(La Tercera, 1 de noviembre 2008)
el sábado pasado--- escrito x mi amigo EPZ desde Cornell
eso
Andrés Caicedo:
Acostumbrarse a la tristeza
por Edmundo Paz Soldán
Cuando se cuenta cómo, durante la segunda mitad del siglo veinte, la literatura latinoamericana exploró el paisaje urbano y el impacto de los medios visuales –el cine, la televisión-- en la cultura popular, se tiende a hablar de Cabrera Infante, de Puig, un poco de la Onda —Agustín, Sainz--, para terminar con Alberto Fuguet y la antología McOndo. Falta, sin embargo, alguien muy importante en ese relato: el colombiano Andrés Caicedo. Nacido en 1951 en Cali, apareció en el escenario cultural de su ciudad como una tromba, produciendo obras de teatro, dirigiendo revistas de cine, filmando dos películas y reseñando todos los libros. Cuando uno ve todo lo escrito por él, cuesta creer que se haya suicidado en 1977, con apenas veinticinco años.
Caicedo encarna a la perfección el mito del adolescente eterno, alguien a quien vivir más de veinticinco años le parece una “insensatez”. Es un producto redondo de los años sesenta, que ensalzan la rebeldía juvenil, que idolizan la inmadurez adolescente. Hay en sus obras algo de sus contemporáneos de la Onda, pero a diferencia de ellos lo suyo no se acaba en el gesto contracultual del joven que usa el sexo, las drogas y el rock como forma de rebelión ante sus padres y la sociedad; junto a ese gesto está, también, la actitud de un crítico serio, que ha leído a Borges, a Pinter, a Ionesco, y que está buscando obsesivamente cierta plenitud que sólo puede darle los libros, las películas: “me hace falta un nuevo fervor por algún escritor, así como lo tuve por Poe, Vargas Llosa, Lowry, Henry james, Hawthorne, Styron”.
La escritura de Caicedo es incontinente, y eso es, a la vez, su gran virtud y su principal defecto: en sus mejores páginas, las ideas y las imágenes se encabalgan una tras otra como en un ejercicio virtuoso de escritura automática; en las peores, todo produce la sensación de un vómito verbal. Caicedo tenía más cosas en la cabeza que tiempo para escribirlas, y se notaba. Igual, en cualquiera de sus textos late una desasosegada energía: “no es que pregunte dónde estoy, quién soy, ni ninguna de esas tonterías, lo que pasa es que tengo que acomodarme a la tristeza, o aceptar que la desesperación es la única vía de acceso en este nuevo día”. Sus adolescentes desgarrados rechazan el orden social de sus padres, pero no saben con qué reemplazarlo; ésa es su tragedia.
Si bien Caicedo fue descubierto en los noventa por algunos narradores colombianos de la nueva generación –Efraím Medina entre los principales--, ha sido hasta ahora, sobre todo, un escritor de culto, más conocido en el mundo de los críticos de cine que en el de la literatura latinoamericana. Con Mi cuerpo es una celda, su “autobiografía” armada por
Alberto Fuguet a partir de textos inéditos del colombiano, eso está a punto de cambiar.
(La Tercera, 1 de noviembre 2008)
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