Tuesday, December 02, 2008

despacho desde Calicalibozo


me enviaron este link q salió en La Nación Domingo
de SCL---
creo q apareció el dgo pasado
el diario chileno le pidió al periodista caleño despachar desde la zona cero,
desde Calicalabozo----
este es su informe a raíz de la salida en Colombia
de Mi cuerpo es una celda

Maldita Cali, maldito Andrés


Por Jorge Enrique Rojas,
desde Colombia / La Nación Domingo

El escritor chileno que se obsesionó con el colombiano acaba de presentar Mi cuerpo es una celda, una autobiografía que abre las venas del extraño de pelo largo. Acá un periodista colombiano recorre su ciudad, ese pequeño paraíso de narcotraficantes y capital mundial de las cirugías estéticas, para hablar de ese escritor miope, pero de mirada con precisión quirúrgica, que en sus textos anticipó la maldición.

Seconal. Eso dicen los médicos que fue. Hablan de sesenta pastillas. Cuentan que te las tomaste de un sorbo, que cuando te encontraron ya no había nada qué hacer.

Ahora lo relatan como una monstruosidad, abren los ojos y exageran las vocales al hacer la cuenta ("s-E-s-E-n-t-A"), pero la verdad es que en algún momento de aquel 4 de marzo, mientras el sol posaba todos sus dedos sobre Cali, los barbitúricos estallando al interior de tu estómago menudo llegaron a ser vistos como algo menos perverso que el calor de ese día: antes ya habías intentado suicidarte. Siempre fuiste un chico persistente.

Dicen que lo hiciste varias veces. Algunos dan cuenta de dos intentos, otros hasta de seis. Aunque el número no importa, ya no.

Entre la incredulidad de unos y el sopor silencioso que aturdía a otros, esa mañana de 1977 finalmente cumpliste con tu promesa. Lo habías dicho: "vivir más de 25 años sería una vergüenza".

Pero claro, eso ya lo sabes. Debe parecer una tontería escribirle cartas a un difunto, aunque ésta tenga una razón. Déjame explicarte: hace poco, cuando cumpliste años de muerto, encontré una chica en un bar con una polera que llevaba estampada una foto tuya.

La foto era esa en la que tienes la cerveza en la mano y una mueca que gravita entre la sonrisa del borracho y la liviandad de un suicida resuelto.



Pero cuando ella se movía al vaivén de un reggaeton estridente, todo cambiaba: los pliegues de la tela ondulante convertían tu cara en una mancha retorcida, atravesada por interrogantes que lo deformaban una y otra vez.

La chica tenía una belleza artificial: senos plásticos, uñas postizas, cabello tinturado de rubio. Bebía un refresco con sabor a manzana.

-¿Sabes quién es el tipo que llevas en el pecho?, le pregunté.

-No, me dijo sin dejar de moverse

- ¿Entonces por qué llevas la polera?, insistí.

- Está de moda, ¿no?

- En serio, ¿ni una vaga idea?

- Mmmm en el almacén me dijeron que era un modelo

Esa noche la imagen de la chica dándome respuestas estériles y tu rostro deformado por los movimientos torpes de aquel ritmo torpe, resultaron una metáfora perfecta del desconocimiento que en tu propia ciudad hay de ti.

A veces te desdibujas, Andrés, y por el capricho de algunos y la ignorancia de otros, terminas convertido justamente en eso que nunca quisiste ser. Pero no es tu culpa. Y por eso te escribo. Aquella noche le conté esta historia a la chica del bar.

DIME CÓMO MUERES Y TE DIRE QUIÉN ERES

Según una vieja máxima la muerte es uno de los reflejos más fieles de la vida. Dime cómo mueres y te diré quién eres, bromean con cierta ironía en Colombia, ese país donde los sesenta suicidios por cada cien mil habitantes, lo han convertido en la nación iberoamericana donde más gente se quita la vida. A veces tienen razón. La máxima se cumple.

El muchachito flaco, tartamudo y miope de lentes ovalados que más tarde sería encumbrado a la categoría de prodigio literario, había terminado con su vida justo un día después de que fuera publicada su primera novela.

¡Qué viva la música!, ese banquete sin sosiego narrado a través de su alterego y heroína, "María del Carmen Huertas" era al fin un libro. Y entonces se atragantó con Seconal. "Si dejas obra, muere tranquilo", transmitía en vida.

Andrés empezó precoz y concluyó precoz. Genio al fin y al cabo. Tal vez el único cierto que ha surgido de esa ciudad de apariencias que él veía como un calabozo.

Cali-calabozo, la llamó. Y uno de los pocos capaces de consumar sus manifiestos. A los trece años escribió "El silencio", su primer cuento.


Un texto demasiado sensato para un talento tan prematuro. Aunque no era fortuito: ya desde antes, iluminado en una suerte de régimen autoimpuesto, había empezado su carrera contra el tiempo.

Luis Ospina, hoy director de cine, pero entonces uno de sus amigos más cercarnos, contó un día que desde la madrugada hasta las últimas horas de la noche, Andrés rumiaba sólo en forjar su propia obra, trazar su propio universo, darle vuelta a sus propios antojos y tratar de atesorar la mayor cantidad de escritos, películas y obsesiones, para llegar bien armado a la hora de la parca.

Y lo hizo. Y su universo erigido, o más bien descubierto por esas gafas que alcanzaban a ver lo que otros apenas sospechaban, no fue otro que el de la ciudad que lo encarcelaba, pero que también lo embriagaba.

En una relación de amor-odio que por momentos alcanzó proporciones matemáticas, la contó y la recontó, y la estudió y la putió, como si lo suyo no fuera una expresión, sino la única forma de vomitar esta ciudad.



"Odio a Cali, una ciudad que espera, pero que no le abre las puertas a los desesperados... Sí, odio a Cali, una ciudad con unos habitantes que caminan y caminan y piensan en todo, y no saben si son felices, no pueden asegurarlo... Odio la Avenida Sexta por creer encontrar en ella la bienhechora importancia de la verdadera personalidad... Odio a las putas por andar vendiendo añoraciones falsas en todas sus casas y sus calles... ... Cali es una ciudad ramera", escribió en "Infección", el primer relato de una compilación que hace diez años publicó Editorial Norma con el nombre de Calicalabozo.

IMPLANTES

Cali, entonces, era una ciudad de ochocientos mil habitantes surcada por un río aún de aguas azules. Treinta grados a la sombra, eterno verano, mujeres turgentes, la salsa de Richie Ray en las calles y un emergente negocio del narcotráfico que empezaba a prosperar.

Sí, en ese tiempo ya era racista y arribista: tener la mayor población negra del país ha sido desde siempre una suerte de mácula en la solapa para su burguesía.

Y eso tallaba en los zapatos de Caicedo. Mucho más al integrar una familia de clase alta en la que él, siendo lo que era (escritor, teatrero, bohemio, irreverente, drogadicto, cinéfilo y salsero) resultaba todo lo que ellos repugnaban.

La casa de los Caicedo está ubicada en Santa Teresita, un exclusivo sector del Oeste de Cali, hoy poblado de penthouses, por donde pasa la parte más cristalina del río moribundo que todavía insiste en recorrer la ciudad.

Rosario, una trabajadora social que vive en los Estados Unidos y por trece meses la hermana mayor de Andrés, me recibe allí en una tarde de lunes. La ciudad es otra, porque a sus desgracias se sumaron otras.

La mitad de sus habitantes pobres, hoy un pequeño edén de narcos y más recientemente la capital mundial de los implantes y las rinoplastias, pero aun así es conocida como "la sucursal del cielo".

-¿Qué mató a Andrés?

- Entre otras cosas, Cali.

Son las dos de la mañana y he vuelto a ver a la chica. Nos encontramos en el mismo bar de aquella vez. Esta vez una salsa se escurre por los parlantes.

El sitio se llama Evocación y queda sobre la Calle Quinta, esa avenida de asfalto agujereado por la que tanto caminaste con tus botas de suelas desgastadas. Sí, es la misma calle que sigue atravesando la ciudad como una arteria enferma. Aunque ahora lo está más.

Esta chica se llama Ángela. Angelita, le digo, intentando encontrarle el parecido con esa niña de la que hablaste en "Angelitos empantanados", la novela donde internaste a dos adolescentes ricos y enamorados en un viaje por los barrios populares de Cali, que los llevó a descubrir un infierno delicioso.

Pero no se si pueda. Esta Angelita vive en un departamento con un ventanal sin cortinas, por donde se ve la ciudad. Y de noche, bajo la luz mortecina de los postes, Cali se transforma en algo peor. La chica me ofrece una cerveza de la nevera. Vuelvo a ver la polera.

Está sobre el mesón y ahora es un trapo con el que Angelita seca los trastos y limpia la mugre. Tu cara ahora es una mancha viscosa de grasa y restos de comida, que te hacen ver como muerto irrespetado.

Dejo de mirarte. Ella está desnuda. En la radio suena la misma canción. Lavoe habla de una chica triste y vacía.